El terminal del centro de la ciudad era una construcción pequeña y vieja, con una alta torre en la que reposaba un reloj que había dejado de funcionar muchos años atrás. El desgaste de los muros combinaba con su aspecto amarillento y triste. Era un edificio que había perdido su imponencia y sólo se limitaba a cumplir con una rutina automática y repetida. Las taquillas, los pasajeros, los negocios, el olor a comida del día anterior, Julia entrando a las 5:20 de la mañana de un viernes.
Desde la entrada se veían las filas de personas desprendiéndose en espirales, en líneas rectas y curvas, como la cola de una cometa que no tiene suficiente aire para volar. Detrás había desayunos, café recalentado, café fresco, carrera de maletas (la amarilla con listones rojos iba en primer lugar), máquinas para forrar las maletas, hombres para operar las máquinas de forrar las maletas, mujeres con niños, mujeres sin niños, niños sin mujeres, parejas con la esperanza de encontrarse o de perderse, familias amarradas y familias libres (no muchas), voceadores de periódicos, de empresas de transporte y anunciantes del fin del mundo, mujeres lavando el suelo, hombres lavando zapatos, mujeres y hombres lavando las culpas, puestos de dulces y de cigarrillos y de recuerdos para pensar en ti, pies caminando, pies bailando, pies ansiosos, pies de colores y en blanco y negro.
Julia ubicó la fila a la que debía colgarse, como en una procesión. Caminó hacia ella con la mirada pegada al vidrio y al hombre de gafas grandes, verdes y amarillas que repartía los tiquetes. Sus manos se estiraban como enredaderas buscando camino en un jardín sin luz. Era tarde y sabía que ya no iba a alcanzar al de las 5:30.