En la ventana instaló el puesto de observación. Su única defensa. Por algunos minutos continuó mirando a través del hilo de luz que entraba a través de la cortina, después volvió a la cama. Sus ojos seguían el rastro de las figuras resaltadas en el techo. Lo estaba buscando. Desde la línea de cemento cortada junto a la puerta a los mundos que aparecían en el recorrido hasta el final del muro; las noches anunciadas y los bosques pintados en la ruta de sus manos.
Por dos meses y tres días lo buscó, con el firme propósito de mirarlo y preguntar. No lo quería para nada más. Era lo que le repetía todos los días la mujer que se asomaba en el espejo. Ella no estaba tan convencida. Así que escondía las palabras detrás de su lengua, después, sin que se diera cuenta, las escupía en el lavamanos. De vez en cuando guardaba alguna, para pasar los silencios.
Durante el día, dos o tres veces, se asomaba con precaución por encima de las barricadas de la ventana. Con los ojos cerrados primero, por si acaso. Luego daba una mirada general al terreno, algunas veces aún sin abrirlos, empezando en el jardín de los almendros y las historias escondidas entre sus grietas de otras mujeres asomadas, respirando. Pronto estaba atisbando en las otras ventanas, sin saber con certeza si eran enemigos o aliados los que, escondidos, la estaba mirando. De eso si estaba segura, la observaban, a través del pequeño espacio entre el cerco, de madera maciza algo desteñida, y la jamba labrada sin ningún cuidado. Sólo unos pocos centímetros eran suficientes, así era para ella y sin duda también para los otros.
Esas miradas, a veces tan lánguidas, eran la única herramienta para la batalla. Miradas en línea recta, afiladas, desahuciadas, sin discursos. Miradas desnudas. Y entonces el espejo también servía para ensayar, jugando a la guerra. Así, descubría a los otros que la habitaban, los advertía entre los espejismos y trataba, en vano, de derrotarlos. Nunca se rendía, tampoco nunca se resistía.
Y en esas batallas, perdidas antes de empezarlas, se pasaban los segundos que eran minutos que eran horas que eran días que eran palabras enredadas en su vientre. Escribía. Debajo de su almohada permanecía su cuaderno de hojas recicladas, así como las historias repetidas que ya conocían el mismo de regreso. En sus anotaciones siempre era de noche y él siempre la estaba esperando...
Por dos meses y tres días lo buscó, con el firme propósito de mirarlo y preguntar. No lo quería para nada más. Era lo que le repetía todos los días la mujer que se asomaba en el espejo. Ella no estaba tan convencida. Así que escondía las palabras detrás de su lengua, después, sin que se diera cuenta, las escupía en el lavamanos. De vez en cuando guardaba alguna, para pasar los silencios.
Durante el día, dos o tres veces, se asomaba con precaución por encima de las barricadas de la ventana. Con los ojos cerrados primero, por si acaso. Luego daba una mirada general al terreno, algunas veces aún sin abrirlos, empezando en el jardín de los almendros y las historias escondidas entre sus grietas de otras mujeres asomadas, respirando. Pronto estaba atisbando en las otras ventanas, sin saber con certeza si eran enemigos o aliados los que, escondidos, la estaba mirando. De eso si estaba segura, la observaban, a través del pequeño espacio entre el cerco, de madera maciza algo desteñida, y la jamba labrada sin ningún cuidado. Sólo unos pocos centímetros eran suficientes, así era para ella y sin duda también para los otros.
Esas miradas, a veces tan lánguidas, eran la única herramienta para la batalla. Miradas en línea recta, afiladas, desahuciadas, sin discursos. Miradas desnudas. Y entonces el espejo también servía para ensayar, jugando a la guerra. Así, descubría a los otros que la habitaban, los advertía entre los espejismos y trataba, en vano, de derrotarlos. Nunca se rendía, tampoco nunca se resistía.
Y en esas batallas, perdidas antes de empezarlas, se pasaban los segundos que eran minutos que eran horas que eran días que eran palabras enredadas en su vientre. Escribía. Debajo de su almohada permanecía su cuaderno de hojas recicladas, así como las historias repetidas que ya conocían el mismo de regreso. En sus anotaciones siempre era de noche y él siempre la estaba esperando...
4 comentarios:
Lei primeramente la proyección de la carta ahi a la derecha y me quedé un ratito aquí, pensando. Qué bueno leer algo así. Te lo agradezco.
Ana: gracias por tu visita. Espero tenerte de regreso...
Anónimo dijo...
Las palabras rebotaron contra el espejo en una insospechada danza de vientres abultados y ojos asombrados, que aún sueñan sobre la almohada con el manso retorno del cuaderno de blancas hojas, cuyo principio y fin es el océano, su dulce hogar eterno!!! Amigo inmenso... gracias!!! Besos, Mar
Ahora que regreso de nuevo y leo he de decir que cuando se tienen de frente, Esos y no otros ojos, es cuando se entiende aquello para lo que no sirven las palabras.
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