Esa mañana, antes de abrir los ojos, sabía que ella ya no estaba. Las arrugas de la sábana todavía permanecían intactas. Evidencias de un amor nocturno, de un aterrizaje por instrumentos en un cielo oscuro y lluvioso. Lo primero que hizo al levantarse fue abrir la ventana para comprobar que podía respirar sin ella; si pudo. Después se asomó al espejo para comprobar que podía sonreír sin ella; no pudo.
Recogió los pasos desde la cama hasta la entrada de la casa, la escalera con sus gritos tristes; el plato de comida aún sobre la mesa del comedor; los libros mal guardados en la biblioteca; el tapete doblado en la misma esquina y con las mismas huellas de arena, imborrables e infinitas; el último beso cerca de la ventana, las cortinas desde entonces cerradas. Se olvido de los zapatos sucios recostados en la puerta del jardín.
De regreso a su cama, todavía no quería mirar las miradas de los otros, recordó las palabras que había dejado salir sin precaución. ¡Tantos arrepentimientos tardíos! Recordó también los trazos de las manos en la orilla de su piel, esos murmullos que no se callan más que con la muerte. Tuvo, entonces, la sensación de estar viviendo la vida de los otros, de los extraños que encontraba todos los días en la calle, esas vidas ajenas en las que repiten una y otra vez los retazos de las historias. El retorno de lo previsible y espera que esto tiene solución. Nunca la tiene.
La última noche, que entonces no lo era, se convirtió en un recorrido lento y ansioso por las viejas imágenes, el camino que se quedó atrás. Los olores inconfundibles, los pinos alrededor del lago, la memoria que sana pero no olvida. Mercedes es de esas personas que aparecen sin ser invitación y luego, contra los pronósticos, permanecen porque se vuelven necesarias.
Recogió los pasos desde la cama hasta la entrada de la casa, la escalera con sus gritos tristes; el plato de comida aún sobre la mesa del comedor; los libros mal guardados en la biblioteca; el tapete doblado en la misma esquina y con las mismas huellas de arena, imborrables e infinitas; el último beso cerca de la ventana, las cortinas desde entonces cerradas. Se olvido de los zapatos sucios recostados en la puerta del jardín.
De regreso a su cama, todavía no quería mirar las miradas de los otros, recordó las palabras que había dejado salir sin precaución. ¡Tantos arrepentimientos tardíos! Recordó también los trazos de las manos en la orilla de su piel, esos murmullos que no se callan más que con la muerte. Tuvo, entonces, la sensación de estar viviendo la vida de los otros, de los extraños que encontraba todos los días en la calle, esas vidas ajenas en las que repiten una y otra vez los retazos de las historias. El retorno de lo previsible y espera que esto tiene solución. Nunca la tiene.
La última noche, que entonces no lo era, se convirtió en un recorrido lento y ansioso por las viejas imágenes, el camino que se quedó atrás. Los olores inconfundibles, los pinos alrededor del lago, la memoria que sana pero no olvida. Mercedes es de esas personas que aparecen sin ser invitación y luego, contra los pronósticos, permanecen porque se vuelven necesarias.
1 comentario:
Me alegra mucho que hayas hecho tantos cambios en el blog. Cada vez que te leo quedo con una sonrisa en los labios, me fascina poder ver lo que siempre supe que estaba allí y yo no había tenido la oportunidad de conocer.
Espero la segunda parte de esta historia que hasta ahora va muy bien.
abrazos
Publicar un comentario